Todo iba de maravilla en la vida del inversor hasta que algunos aguafiestas, como los psicólogos Daniel Kahneman y Amos Tversky, se empeñaron en recordarnos que, a la hora de tomar decisiones, desde las más triviales a las más trascendentales, el cerebro humano recurre a un sucio y artero truco: toma atajos mentales. De lo contario, parece ser que ni siquiera el prodigioso cerebro del mismísimo Warren Buffett podría afrontar la toma de decisiones cotidiana y sobrevivir al día a día. Literalmente esto nos convierte a todos en una especie de «cuñados», aunque sea a tiempo parcial, porque, de lo contrario, nuestro cerebro no podría ahorrar energía, pues tendría que transitar por el tedioso procedimiento de racionalizar cada elección que realiza.
El problema para el inversor es que él se ve a sí mismo como alguien frío y racional que toma decisiones perfectamente lógicas y meditadas cuando la triste realidad es que sus procesos mentales, y los de todas las demás personas, se caracterizan por ser rápidos, automáticos e intuitivos. El inversor se ve a sí mismo como un Kant cuando en realidad es un Nietzsche.
Uno de los sesgos o atajos que más perjudican al inversor es el sesgo del exceso de confianza, esto es, la tendencia a atribuir a los conocimientos y juicios subjetivos propios mayor validez de la que realmente tienen. Dicho de otra manera: el exceso de confianza consiste en sobrevalorar los conocimientos y la experiencia personal sin tener en cuenta la diferencia entre lo que se sabe, lo que se cree saber, lo que no se sabe e incluso lo que se sabe que no se sabe. Esto se traduce siempre en probabilidades. Así, el «inversor sobrado» cree que es poco probable que su inversión tenga un final funesto porque su «cuñadez» le conduce inexorablemente a infravalorar los riesgos de su inversión de la misma manera en la cual sobreestima sus beneficios potenciales.
Este sesgo, por cierto, no es exclusivo del pequeño inversor. En cierta ocasión James Montier, célebre inversor y escritor que ha tratado este asunto y otros parecidos, realizó una encuesta entre 300 gestores de fondos de inversión profesionales preguntándoles si se creían por encima de la media en su capacidad y habilidades. Un 74 % de los gestores no se cortó ni un pelo y respondió afirmativamente. O sea, el 74 % creía estar por encima de la media a la hora de invertir. Y del 26 % restante, la mayoría pensaba que estaban en la media. En resumen, prácticamente nadie pensaba que estaba por debajo de la media. Todo lo cual sólo puede representar una imposibilidad estadística del tamaño de Australia.
El exceso de confianza a veces es gracioso porque puede llevar a los pequeños inversores a comprar accidentalmente las acciones equivocadas. Por ejemplo, muchos inversores compraron acciones de Signal Advance en 2021 a raíz de un tuit de Elon Musk, quien dijo a sus seguidores que «usaran Signal», lo que disparó la acción más de un 400 % en un solo día. Sin embargo, los inversores compraron inadvertidamente las acciones equivocadas: el polémico y «todólogo» CEO de Tesla y SpaceX se refería a la aplicación de mensajería cifrada Signal, mientras que Signal Advance era un pequeño fabricante de componentes electrónicos.
Todo lo cual nos lleva a plantearnos una incómoda pregunta: ¿padecen actualmente los inversores indexados un exceso de confianza? Es imposible responder, por supuesto, pero no deja de ser importante el intentarlo porque es muy frecuente escuchar y leer a los partidarios de la indexación (yo mismo lo soy) sostener contra viento y marea que su estrategia de inversión es mejor y, además, la que de manera más precisa evita los innumerables sesgos que afectan a inversores y gestores.
Los problemas surgen porque muchos inversores realizan afirmaciones muy arriesgadas en torno a la indexación. Una de ellas es la que sostiene que, a largo plazo, «la bolsa» proporciona una rentabilidad compuesta anual de aproximadamente el 10%-11% en términos nominales y del 6%-7% en términos reales. En realidad, estos inversores se refieren a la bolsa norteamericana, que es la más importante pero que no es «la bolsa», haciendo alusión a datos históricos del año de la pera extraídos del S&P 500, que como tal funciona desde 1957, en dólares (que no tiene por qué ser la divisa del inversor) y con datos de inflación norteamericanos (que tampoco tienen por qué ser los que a él le afecten).
Ni siquiera se matiza que la indexación es un fenómeno muy reciente en términos históricos, pues no es hasta 1976, de la mano de la gestora Vanguard y de John C. Bogle, que esta existe. Lo que hay antes son puros datos históricos y reconstrucciones de los cuatro gatos y excéntricos que invertían por entonces en bolsa. La democratización de los mercados financieros y el triunfo definitivo de la indexación no se producen hasta pasada la burbuja «puntocom» y la crisis de las hipotecas subprime, a partir del período 2000-2002 y, ya definitivamente, tras 2009.
Apoyados en lo anterior, que es muy matizable, se añade el sambenito de que «a largo plazo la Bolsa siempre sube», pero pocos se preguntan por qué lo hace y a qué se debe que, por lo menos en el caso norteamericano, el mercado bursátil haya ofrecido las rentabilidades antes señaladas. Es así y ya está y como en el pasado ha sido así en el futuro seguirá siéndolo de esa manera. Esto sin entrar en el componente subjetivo que atañe a las particulares circunstancias personales de lugar, tiempo y, especialmente, edad y situación financiera de cada inversor indexado individual.
El exceso de confianza que es posible, e incluso probable, que esté afectando al inversor indexado tiene su origen, como no podía ser de otra manera, en el largo período alcista iniciado en 2009. La inmensa mayoría de los inversores indexados no han sufrido cataclismos como los del período 2000-20002 o 2007-2008. Y eso, paradójicamente, puede ser un problema por lo rápido que todos nos acostumbramos a lo bueno y olvidamos lo malo. Además, el uso de métodos de inversión racionales e inteligentes, como el Dollar Cost Averaging (DCA), acrecientan esta sensación de invulnerabilidad, como si el DCA hiciera por sí mismo milagros más allá de atenuar los períodos bajistas y ahorrar al inversor un par de años antes de volver a los números verdes.
Esta creencia en la rentabilidad a largo plazo de la bolsa y la expectativa de cuantificar esa rentabilidad aunque sea de manera aproximada no es lo que en realidad significa la indexación o, para quien lo prefiera, la gestión pasiva. Y de ahí pueden venir todos los problemas. Por eso es muy acertado poner los pies en el suelo y no creer que por el mero hecho de usar una estrategia de inversión que a largo plazo (y a corto y a medio también) suele batir a la mayoría de profesionales, el inversor indexado no es víctima de sesgos tan nocivos como los que afectan a los inversores activos.
En realidad, sólo hay una verdad más o menos incuestionable en este asunto y que podría definirse así: la indexación o gestión pasiva no promete al inversor ningún tipo de rentabilidad positiva cuantificable en base a los resultados históricos de los mercados bursátiles; lo único que garantiza al inversor es que va a captar la rentabilidad del mercado (si es global) o de un mercado concreto a un coste más bajo que la gestión profesional activa. Sólo eso. Nada más. El resto es exceso de confianza y si, finalmente, el inversor recibe un varapalo de rentabilidad debido a un largo y prolongado período bajista puede terminar asumiendo que ni siquiera la indexación sirve, pasando del amor al odio tan rápido como pasó del odio a la gestión activa a la fe inquebrantable en la gestión pasiva. En tal caso se le podría aplicar esta cita de Friedrich Nietzsche: «No me molesta que me hayas mentido, me molesta que a partir de ahora no pueda creerte». Solo que en tal caso habría sido el propio inversor quien se hubiera mentido a sí mismo.