La inflación consiste en el aumento de los precios como resultado de una mayor cantidad de medios de pago circulando en la economía.
Esto significa que ante una misma cantidad de productos disponibles para comprar en el mercado, las personas tienen una cantidad de dinero mayor para pujar por ellos y, al hacerlo, en ese proceso de prueba y error que es el descubrimiento de los precios, acaban por pagar más por los mismos bienes que venían comprando hasta ahora.
Podemos decirlo de otra manera: debido a su mayor disponibilidad y menor escasez relativa, las personas valoran menos los euros o dólares respecto al resto de bienes.
El principal cometido de los bancos centrales modernos es controlar el número de medios de pago en circulación, precisamente para mantener un nivel de precios ligeramente creciente, fijando arbitrariamente un objetivo de inflación del 2% anual.
La principal herramienta que utilizan los bancos centrales para conseguir un determinado aumento anual de los medios de pago es el tipo de interés. Aunque los bancos centrales no lo vean de esta manera, debemos pensar en el tipo de interés como una forma de coordinar los ahorros y la inversión: son un precio en el mercado que nos indica cómo es de escasa la oferta de ahorro respecto a la demanda de capital para invertir. Este es un mercado en el sentido más estricto de la palabra: existe una oferta y una demanda para distintos plazos, riesgos o condiciones concretas, que oferentes de ahorro y demandantes de capital acuerdan libremente.
Cabe preguntarse, sin embargo, por qué los bancos centrales intervienen en el mercado del ahorro y la inversión para establecer un nivel de precios. ¿Cuál es la conexión entre la creación de medios de pago y los tipos de interés?
Veamos. Cada vez que un banco comercial como La Caixa, Santander o Bankinter, otorga un préstamo personal, un empréstito o una hipoteca, está creando nuevos medios de pago. Se sigue el proceso siguiente: el banco crea un depósito a nombre del tomador de la hipoteca, es decir, le reconoce el derecho a retirar dinero del banco por la cantidad solicitada. A cambio, el hipotecado tiene la obligación de devolver, con intereses, la cantidad que se le ha prestado.
Como puede observarse, en este proceso no hay ahorro previo de por medio (el banco no tenía más dinero ahorrado antes de otorgar la hipoteca del que tiene después), y tampoco existe una transferencia de dinero: simplemente, el banco se endeuda con el tomador de la hipoteca al reconocerle un depósito (le promete que si lo demanda le dará dinero) y el tomador de la hipoteca se endeuda con el banco. Sin embargo, es innegable que se han creado medios de pago, puesto que el tomador de la hipoteca tiene ahora un depósito en el banco, que puede transferir al promotor de un bloque de viviendas para pagar su nueva casa.
Los tipos de interés son el precio que ha de pagar el tomador de la hipoteca por endeudarse. Por tanto, como todo precio, los tipos de interés sirven para regular la demanda. Al bajar el tipo de interés, el banco central está incentivando que más personas acudan al banco a endeudarse y que, al hacerlo, generen nuevos medios de pago.
Aquí la clave es la palabra incentivo. Por mucho que baje los tipos de interés un banco central, no podrá generar medios de pago si las personas no se animan a demandar crédito en su banco de confianza. Y esa es, precisamente, la situación que hemos vivido desde la Gran Crisis de 2008: las familias y las empresas españolas, y también las europeas, han estado reduciendo sus niveles de endeudamiento, conscientes del peligro que supone para su solvencia acumular grandes cantidades de deuda.
Esto no es baladí. Cuando una familia amortiza parte de su hipoteca a través del pago de la cuota mensual, no solo se está desendeudando, también está reduciendo el número de medios de pago: el banco cancelará parte del depósito que creó en el momento de otorgar la hipoteca. Este proceso reverso, es deflacionario.
No es de extrañar, por tanto, que al Banco Central Europeo le haya costado tanto llegar a su objetivo de inflación en los últimos años: estaba luchando contra la voluntad de una sociedad que quería desendeudarse, tras una crisis que había puesto en jaque la solvencia de muchas familias.
Algunos, incluso, se aventuran a decir que la inflación es cosa del pasado. Aunque, teniendo en cuenta el historial de la revista Businessweek como indicador contrarian, deberíamos, al menos, poner esa afirmación en entredicho.
Es importante recordar que la tasa de ahorro y de endeudamiento de la sociedad pueden mantenerse constantes durante mucho tiempo, pero al depender de las decisiones individuales de millones de individuos, estas pueden cambiar repentinamente de la misma forma que la última gran crisis corrigió nuestros apetitos crediticios.
Por ejemplo, nadie sabe qué sociedad nos espera tras el confinamiento vía coronavirus que nos toca vivir: ¿seremos una sociedad más conservadora y disciplinada? ¿Nos endeudaremos más y seremos más hedonistas? ¿Tomaremos más riesgos?
Nadie tiene respuestas ante estas preguntas, pero bien podrían cambiar los hábitos de consumo y de endeudamiento de una buena parte de la sociedad.
Por otro lado, hasta el momento solo hemos hablado de la creación de medios de pago que se deriva de la actividad del sector privado, pero el sector público es un demandante de crédito vigoroso que tiene de su mano a los bancos centrales para proporcionarle la financiación necesaria.
Cuando el Banco Central Europeo monetiza deuda de los países europeos, está creando nuevos medios de pago que se transmiten a la sociedad a través del gasto público. Sin embargo, la famosa regla de gasto, que impide a los países gastar sustancialmente por encima de sus ingresos, previene a los estados de generar un crecimiento de los medios de pago desproporcionado a través del endeudamiento público. Su gasto viene acotado por sus ingresos; la idea de un endeudamiento ad infinitum es solo un sueño húmedo para los políticos europeos manirrotos. O, dicho de otra manera, tener euros es un voto de confianza hacia la Unión Europea y su capacidad de administrar dosis de rectitud a los países con mayor tendencia al déficit. En fin, tener euros es útil y estrictamente necesario para pagar nuestros gastos corrientes, pero, como inversión, en el mejor de los casos, consiste en aceptar que se va a perder el 2% de poder adquisitivo anual a través de la inflación.
De la misma manera, un bono a 10 años es un voto de confianza con un plazo mucho mayor, pues no debemos olvidar que lo que recibiremos a su terminación es un montón de euros que, descontados por la inflación, no tienen por qué tener el mismo valor en términos reales que tienen hoy. Teniendo en cuenta que la mayoría de bonos europeos cotiza en tipos negativos en la mayor parte de los casos y que a ese detrimento de valor nominal hay que sumarle la pérdida de valor real por la inflación, no debemos tener dudas al respecto: la inversión en este tipo de activos es, en términos de Benjamin Graham, meramente especulativa, es una apuesta a que los tipos de interés, manipulados por el banco central, pueden caer un poco más, pudiendo desprendernos del activo a un precio mayor.
Se trata de una burbuja asentada en el poder estatal, que antes o después acabará explotando, si es que el virus no la está explotando ya.
El oro, por el contrario, no es la deuda de nadie. Es un activo material, que las personas hemos utilizado durante siglos para realizar nuestros intercambios. Se erigió como dinero universal por méritos propios, nadie lo aupó en su reinado. Al poseerlo, no se depende de la buena fe de ningún político, es el refugio contra su dispendio. Tampoco es necesario calcular el plazo en el que se mantendrá en propiedad. No tiene un valor facial, es imposible calcular su precio objetivo y, sin embargo, todavía mantiene el voto de confianza de la humanidad.
Es una apuesta contra la inflación, un contrapeso de los sistemas monetarios. Por esta razón, en estos últimos años en los que el BCE luchaba por llegar a su objetivo del 2%, el oro no ha dejado de caer.
Pero… ¿y si volviera la inflación?