Podemos organizar las vidas de la mayoría de las personas en tres etapas: educación, vida laboral, y jubilación. De estas tres etapas de la vida, los residentes en las sociedades avanzadas solo trabajan en la etapa central.
En esos países, en números redondos, y sin entrar en detalles, esa etapa va camino de durar unos 45 años. Por ejemplo entre los 20 y los 65 años, o entre los 25 y los 70. En casi todo el mundo problema de vivir sin trabajar durante la niñez —que es la etapa educativa— tiene una solución descentralizada: cada familia financia el consumo y la educación de sus hijos.
En la gran mayoría de los casos los resultados de esta forma de organizarnos son satisfactorios, y el estado solo interviene de forma subsidiaria y marginal. Resolver el problema de cómo vivir sin trabajar con garantías durante la vejez —que es la jubilación— es bastante más difícil. En las sociedades agrícolas tradicionales los hijos se hacían cargo de los padres y estos, a cambio, les compensaban legándoles sus tierras, sus animales domésticos, sus aperos de labranza o su obligación a trabajar en las tierras del señor feudal. Esta solución al problema de las pensiones también era descentralizada y tampoco necesitaba de la intervención del estado. Pero la industrialización cambió las relaciones de propiedad, concentrando los medios de producción en un grupo reducido de personas, y la hizo cada vez más inviable.
Ante las dificultades para encontrar una solución descentralizada eficaz, a finales del siglo XIX el Canciller Otto von Bismarck instauró el primer sistema público de pensiones para resolver los problemas que planteaba la pobreza durante la vejez. Desde entonces, el Estado interviene en la provisión para la jubilación en un número creciente de países. Alemania fue el primer país del mundo en adoptar un sistema de seguridad social para la vejez en 1889. El sistema propuesto por Bismarck fue el primer sistema de pensiones de reparto. Pero, en realidad, tanto los sistemas de pensiones de reparto como los de capitalización son formas de ahorro a largo plazo porque nos obligan a reducir el consumo durante la vida laboral para poder aumentarlo durante la jubilación.
Una leyenda urbana mantiene que la edad elegida por Bismarck para la jubilación fue de 65 años porque esa era su edad en aquel entonces. En realidad, cuando Alemania instauró su sistema de pensiones, la edad para la jubilación eran los 70 años, y Bismarck tenía 74. No fue hasta 1916 cuando Alemania rebajó la edad de jubilación a los 65. Bismarck había fallecido en 1898, 18 años antes.
La fábula de la Cigarra y la Hormiga es una buena ilustración de los costes y los beneficios del ahorro para la jubilación. La hormiga de la fábula se pasa todo el verano trabajando. Busca comida, la acarrea al hormiguero y la almacena para cuando llegue el invierno. En cambio, la cigarra se dedica a dormir la siesta durante las horas de calor y a tocar la guitarra cuando refresca. Al pasar por su lado y ver a la cigarra descansando, la hormiga le afea esa conducta y le hace la pregunta que muchos de nosotros preferimos no plantearnos, o que tardamos demasiado en hacernos: ¿cómo vamos a vivir cuando llegue el invierno de la jubilación y no podamos trabajar aunque queramos?. En la fábula, cuando llega el invierno, la cigarra se da cuenta de que va a morir de hambre y pide ayuda a la hormiga, pero la hormiga se la niega. Le recuerda que ya la avisó en su día, y la cigarra se muere de hambre o de frío.
Así de cruel es esta fábula que, además, nos cuenta que la cigarra se murió, pero que lo hizo con una sonrisa en la boca al recordar lo bien que se lo había pasado durante el verano, todos los días sin trabajar y todas las noches de fiesta.
El coste del ahorro es que nos obliga a trabajar y a renunciar al ocio y al consumo en el presente. En la fábula, la hormiga paga el coste y la cigarra no lo paga. El beneficio del ahorro es consumir en el futuro. La hormiga disfruta de ese beneficio y la cigarra no puede hacerlo. Cuando llega el invierno, la hormiga se alegra de haber trabajado y ahorrado y la cigarra se arrepiente de no haberlo hecho.
Pero el cuento podría haber terminado de otra forma. La hormiga podría haberse muerto antes de que llegara el invierno y habría renunciado a divertirse y a consumir durante el verano para nada. O a la cigarra le podría haber tocado la lotería de haber nacido en un país europeo con una pensión asistencial para cigarras despreocupadas, y habría sobrevivido durante el invierno sin tener que trabajar. Porque, nos guste o no, el futuro es incierto, para lo malo y para lo bueno. Entre los humanos, los sistemas de pensiones tienen características que los asemejan a la fábula de la hormiga y la cigarra.
Como hemos comentado, las pensiones nos ayudan a resolver el problema de decidir cuánto trabajar y cuánto ahorrar para financiar nuestro consumo durante la última parte de nuestras vidas, cuando nos jubilemos. Pero, al contrario que la hormiga de la fábula, que no fue solidaria con la cigarra, los humanos sabemos que somos solidarios con los mayores, y tenemos en cuenta esos sentimientos cuando decidimos cuánto trabajar. Precisamente eso es lo que le ocurre al joven. La solidaridad que sentimos los humanos hacia los mayores crea un problema de riesgo moral que desincentiva el trabajo de los jóvenes. Cuando los humanos decidimos cuánto trabajar, sabemos que los trabajadores del futuro, al contrario que la hormiga, se apiadarán de nosotros y contribuirán a financiar nuestro consumo cuando nos jubilemos. Este convencimiento diluye los incentivos de ahorrar para la jubilación y de trabajar para financiar ese ahorro y, en consecuencia, hace que, en muchos casos, la cuantía del ahorro voluntario para la jubilación sea insuficiente para financiar unas pensiones dignas.
Naturalmente este desincentivo del ahorro nos hace comportarnos más como la cigarra y menos como la hormiga e impone un coste a los trabajadores del futuro al obligarles a solidarizarse con los jubilados y a compartir con ellos los frutos de su trabajo, complementando su consumo con su generosidad. Dicho con otras palabras, la moraleja del cuento de la cigarra y la hormiga —que cada persona debe hacerse responsable de las consecuencias futuras de sus decisiones— funciona mal entre los humanos en lo que respecta a la jubilación.
Nuestra preferencia por el presente crea el mismo problema de inconsistencia dinámica que tiene la cigarra de la fábula: cuando somos jóvenes no ahorramos lo suficiente y, cuando somos mayores nos arrepentimos de no haber ahorrado más, pero entonces es demasiado tarde para remediarlo. La solidaridad que los humanos sentimos hacia los mayores agrava este problema y justifica la intervención del sector público con sistemas de impuestos y transferencias o con sistemas capitalizados de ahorro a largo plazo obligatorios o incentivados. Esos dos mecanismos tienen las mismas consecuencias: nos obligan a consumir menos de lo que habríamos consumido durante nuestra vida laboral y, a cambio, no ayudan consumir más durante la jubilación. O sea, nos obligan a hacer un poco más como la hormiga de la fábula y un poco menos como la cigarra.