Estilo de vida
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​​La ilusión del conocimiento​

En la Inglaterra medieval se quemaron legiones de mujeres acusadas de brujería o torturadas de las maneras más horrendas. Incluso se contrató a buscadores de brujas, los punzadores, que recibían una buena gratificación por cada chica o mujer que entregaban para su ejecución. Como te puedes imaginar, las detenciones y acusaciones eran sumarias. Un punzador de mediados del siglo XVII confesó que había causado la muerte de más de doscientas veinte mujeres en Inglaterra y Escocia por un beneficio de veinte chelines. Pero la narrativa mandaba, y los responsables de la persecución, tortura y quema de las brujas justificaban que actuaban por el bien del resto de los ciudadanos y que ello les exoneraba de todo tipo de mala acción.

Inocencio VIII en su bula contra las brujas escribía: «Ha llegado recientemente a nuestros oídos que muchas personas de ambos sexos, apartándose de la fe católica tienen relaciones con demonios íncubos y súcubos y que con sus encantamientos cometen crímenes y delitos, de tal suerte que hacen que perezcan, sean ahogados y mueran los partos de las mujeres, los fetos de los animales, los frutos de la tierra o impiden a los hombres procrear y que las mujeres conciban. Por tanto, queriendo apartar de en medio todos los obstáculos que, de alguna manera, puedan retrasar la ejecución de los deberes de los inquisidores, hemos establecido que los propios inquisidores puedan proceder a las inquisiciones de este género y puedan corregir, encarcelar y castigar a esas personas por los excesos y delitos enumerados más arriba».

Este tipo de narrativas que hacen perder la razón por un periodo de tiempo al ser humano han existido, existen y seguirán existiendo hasta que desaparezcamos del planeta. Cada tiempo tiene la suya.

Durante el siglo siguiente a la caza de brujas en Inglaterra, es decir, en el siglo XVIII, la explicación para el fuego se basaba en la teoría del flogisto. Para los seres humanos de la época, el flogisto era el material de la combustibilidad. Cuando algo ardía, se suponía que perdía flogisto, al que se le consideraba un fluido imponderable. Finalmente se demostró que el flogisto solo era un producto de la imaginación y que no había nada en el mundo exterior que se correspondiese con él. Dejarse llevar por este tipo de narrativas es un ataque directo a la racionalidad.

Hemos visto cómo el pensamiento crítico es necesario para evitar que otros tomen las decisiones por nosotros, pero para poder desarrollar un buen pensamiento independiente, que nos permita separar bien el grano de la paja, necesitamos el instrumento de la duda.

Si tuviésemos una máquina que nos permitiese viajar en el tiempo y trajéramos a nuestra época a una persona que viviese hace dos cientos años, se encontraría totalmente perdida. El shock producido por el enorme cambio entre su mundo y el nuestro sería tan grande que probablemente no entendiese nada. Si esa persona quisiese viajar en el tiempo y llegar desde su época a otra para producir en ella un efecto similar, probablemente se tendría que ir no menos de mil años para atrás. Y si esta última persona quisiera traer a su tiempo de hace mil años a otra persona que quedase maravillada con su mundo, probablemente tendría que viajar diez mil años atrás.

¿Qué quiero decir con todo esto? que el mundo cambia cada vez más rápido. Lo que antes tardaba generaciones en variar, ahora cambia en apenas unos años y, por el medio, una cantidad ingente de información nos bombardea constantemente. Titulares, acontecimientos, opiniones que parecen verdad, verdades que parecen opiniones, contradicciones, verdades, verdades a medias… cada día surge algo que niega lo del día anterior y si no asumimos el más mínimo atisbo de duda sobre todo lo que nos va llegando, sobre todo lo que sucede y sobre todo lo que nos cuentan, nos volveremos fácilmente manipulables.

Vivimos en un mundo donde no importa la verdad. Una mentira bien contada, que aporte sensación de verdad y que movilice directamente el lado emocional es más rentable que cualquier verdad de cara a forjar opiniones.

Un solo titular sensacionalista hará que interioricemos algo que a alguien le interesa que lo hagamos. No dudar nada te hace cómplice de la difusión de todas esas mentiras creíbles con la que nos bombardean constantemente.

Por ello hay que reivindicar la duda y recuperar la autenticidad. En un mundo tan acelerado como el que vivimos, la duda significa desaceleración. Pararse a respirar. Relajarse, tomar aire y seguir. La duda, en un mundo que se nos presenta constantemente de manera dicotómica, es decir, con dos polos opuestos bien definidos como el bien y el mal, la izquierda y la derecha, lo bonito y lo feo, significa reconocer que no sabemos nada, que somos imperfectos y que no tenemos la verdad absoluta. Solo con esto, estaremos abiertos al mundo de otra manera.

El psicoanalista Carl Jung tenía en un pedestal al que había sido su maestro, Sigmund Freud. Eso le llevó a una crisis personal. En 1913, con treinta y ocho años de edad, Jung estaba casado, había formado una familia y se había establecido como un psiquiatra mundialmente reconocido. Idolatraba las ideas de Freud, pero algo dentro de sí le impulsaba a desarrollar su propio punto de vista, incluso si para ello tenía que discrepar del maestro. Fruto de ello, escribió La psicología del inconsciente. En su autobiografía, el suizo cuenta cómo fue incapaz de escribir los últimos capítulos del libro durante meses porque sabía que Freud interpretaría su discrepancia como una traición.

Finalmente lo terminó y sus ideas le elevaron a un estadio superior al que había ocupado su maestro. Hacer valer su propio sistema de pensamiento sobre las ideas de otro hizo que se distanciarse aún más de Freud pero que forjase su propio punto de vista individual.

***

Protágoras llegó a la conclusión tras sus estudios que el ser humano sólo podía conocer la realidad a través de lo poco que podía percibir con sus sentidos, y por ello no podía haber verdades eternas válidas para todos los tiempos y en cualquier circunstancia. El griego incluso admitía que lo que valía para el mismo ahora, podía no valerle en cualquier otro momento o circunstancia. Esto, que parece tan obvio, a veces no lo es tanto.

A menudo damos por hecho que lo que nos llega a través de los sentidos es la realidad y que esta realidad es, más o menos, la misma para todos. Esto no es más que una ilusión ya que, en realidad, no hay dos personas que puedan ver o experimentar el mundo de la misma forma.

Imagina que tuvieses un receptor de radio que tuviese el dial roto y solo se pudiese escuchar una emisora. Esta circunstancia no invalida el hecho de que el resto de emisoras se estén produciendo al mismo tiempo, aunque tú no las puedas escuchar, pero si quieres escuchar la radio, te tienes que conformar con lo que hay. De manera muy similar operan nuestros sentidos en relación con la realidad.

Immanuel Kant pensaba que todo lo que percibimos a través de nuestros sentidos está tamizado por un filtro, de la misma manera que si utilizásemos unas lentes rojas lo veríamos todo de ese color. Puede que con el tiempo olvidáramos que las llevamos puestas, pero eso no invalida el hecho de que no estás viendo la realidad tal y como es. Según el prusiano, dado que no tenemos acceso directo al mundo, todo lo que vemos es una contribución de nuestras mentes. Y dado que no podemos quitarnos el filtro, lo único que podemos hacer es reconocer que está ahí y comprender cómo afecta a lo que experimentamos.

Kant llamaba nouménico a aquello que se encuentra detrás de las apariencias, aquello que acecha en un nivel más profundo a lo que podemos experimentar. Con el tiempo, la ciencia le ha dado la razón.

En este sentido, Nietzsche escribió: «un buen día, nombramos a aquel árbol con vistas a esclavizarlo, enunciación mediante, y sentirnos seguros. Sin embargo, dicha seguridad se logra sólo a través de la fe como certeza en algo que no vemos ni podemos ver. En el fondo, somos feligreses de una verdad que nosotros mismos tejemos y portamos a santo de pretender que conocemos el mundo en su desnudez. Y esa misma pretensión por divinizar el lenguaje y apoderarse de las cosas es lo que lleva al ser humano a la ilusión del conocimiento y al yugo de la palabra». 

El nervio óptico conecta los ojos con nuestro cerebro. De ese modo, los impulsos eléctricos viajan desde la retina, que previamente ha hecho el trabajo de convertir la luz en esos impulsos. Lo curioso del asunto es que donde la retina conecta con el nervio óptico no hay células fotosensibles y por lo tanto no llega información lumínica de esos puntos. Dicho en cristiano, allá donde el nervio óptico toca la retina hay un punto ciego donde todas las personas deberíamos tener un agujero visual, pero esto no ocurre. El cerebro sabe que si nuestra visión tuviese puntos negros que nos impidieran ver ciertas partes de nuestro campo visual, esto sería incomodísimo. Por ello, interpreta todo lo que hay alrededor y rellena la zona oscura con la información que capta de sus células vecinas. Si el lector sabe utilizar el Adobe Photoshop, funcionaría de manera similar a la función «rellenar según contenido». Allá donde el cerebro no tiene información, el cerebro se la inventa y luego «se fuma un puro».

El precio a pagar por todo esto es que del cien por cien de la información que tenemos a nuestro alrededor nos llega apenas el 0,01. Y esto solo si tenemos en cuenta el sentido de la vista, pero podemos hacer un razonamiento similar con las variaciones de temperatura y presión, los sabores, los sonidos y, en definitiva, todos los aspectos que participan en la percepción. David del Rosario dice en su libro: «entre los cuarenta mil y los cuatrocientos mil millones de unidades de información por segundo que habitan en una situación de vida cotidiana, el cerebro humano es capaz de percibir a través de los sentidos aproximadamente dos mil millones. Con estos números y siendo optimistas, el cerebro apenas utiliza el cinco por ciento de la información que le llega de los sentidos».

Esto quiere decir que todo lo que pensamos o lo que creemos creer del funcionamiento del mundo, probablemente sea falso o una exageración de la realidad. Todas nuestras creencias, nuestras opiniones políticas, todo es un añadido del cerebro.  El cerebro de cada persona transforma todo aquello que ve para que tenga sentido para ella y no para el vecino, dando lugar a tantos puntos de vista como personas. Por esto nunca nadie tendrá la verdad absoluta sobre nada, por muchos títulos que tenga o muy famoso que sea. Es por esto por lo que nadie tiene ni la más remota idea de nada acerca de ningún tema. Acuérdate de ello cada vez que te quieran vender un pensamiento o una idea.

Y no solo eso, sino que también somos muy malos para recordar sucesos y por ello el cerebro tiene que rellenar los huecos con hechos imaginados que den sentido a la historia. Las personas podemos abarcar en torno al diez por ciento de la información que recibe nuestro cerebro en un momento dado. Si solo percibimos un 10 por ciento y de ese diez nos podemos quedar con un cinco, significa que somos conscientes del 0,5 por ciento de lo que está ocurriendo. O lo que es lo mismo, en el mejor escenario posible, el recuerdo más fiel que podemos llegar a tener representa el 0.5 por ciento de la realidad. Algo ciertamente desalentador, pero es lo que hay.

«Siento una grandiosa contrariedad cuando no soy capaz de formular verbalmente a mi amada la totalidad de la excitación que me produce cada sonrisa, mirada y caricia. Más aún me perturba el hecho de que, aun siéndolo, la hazaña no garantizaría que ella comprendiera el contenido de mi mensaje en todo su ser. Pero lo que más me impacta es el hecho de que la externalización de mi amor hacia ella no se da hacia ella realmente, sino hacia lo que yo percibo que es ella, o sea, hacia mi representación de Virginia. ¿Y si esa representación no es del todo fidedigna? ¿Y si ni siquiera pudiera llegar a serlo? Es una lucha incesante conmigo mismo», sentenció Edgar Allan Poe.

Sé que algún lector estará pensando: «a mí eso no me pasa porque yo puedo acordarme perfectamente de todo sin añadir nada subjetivo…». Créeme, a ti también te pasa. Lo siento, no eres especial.

Pirrón de Elis ya en el siglo I antes de Cristo advirtió que no existen valores ni verdades que autoricen a poner la mano en el fuego por ellos. Nada por naturaleza puede ser considerado como bonito, como feo, como bueno como malo, como justo o como injusto, como verdadero o como falso. No existe ninguna diferencia entre disfrutar de una óptima salud o estar enfermos, es el juicio que le damos a posteriori lo que hace que creemos la realidad. Por eso el pensamiento de Pirrón de Elis se basaba en la suspensión de ese juicio, al que llamaba epoché, la facultad de no expresarse o la afasia y la imperturbabilidad o ausencia de angustias llamada en griego ataraxia.

A pesar de todo lo anterior, los seres humanos seguimos afirmando que tenemos el conocimiento último. Nos comportamos como si fuésemos los más inteligentes del planeta, como si lo supiéramos todo. Rechazamos con vehemencia la posibilidad de no saber algo y más aún, la posibilidad de estar equivocados. Nos convencemos a nosotros mismos de que nuestro conocimiento es completo cuando, en realidad, no sabemos nada. Es solo arrogancia. Confucio dijo que el verdadero conocimiento consiste en comprender la inmensidad de nuestra propia ignorancia.

Esta ilusión del conocimiento se apoya en la ilusión del yo, en especial del ego, de lo que ya hablaremos largo y tendido más adelante. Defendemos lo que sabemos y nos ofendemos cuando este conocimiento es atacado. Esto se convierte en una lucha constante de egos que deriva en todo tipo de problemas.

Foto de Kaushal Moradiya

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