La inversión en bolsa tiene tanto de método como de arte. Invertir es, esencialmente, enfrentarse a un problema de información; de responder a la pregunta clave de cómo mejor empleamos el capital dado un perfil de riesgo. Se trata de un problema dinámico de prueba y error, en donde la información llega al inversor sesgada, filtrada a través de múltiples pantallas, y esta es procesada por un órgano, el cerebro, con sus propios sesgos y limitaciones. Conocer estos mecanismos de distorsión en nuestra percepción de las cosas así como de qué manera las emociones interfieren en nuestros procesos de toma de decisión son el objeto de estudio de la economía del comportamiento.
Las fuerzas que hacen oscilar el valor de los activos financieros son múltiples: sobresalen los fundamentales del propio activo, evidentemente, pero también las dinámicas propias del ciclo económico y monetario, y, no menor, el sentimiento inversor.
Este último factor del sentimiento inversor, que oscila entre la euforia y el pánico, entrelaza con muchos de los descubrimientos recientes sobre cómo nuestras emociones dirigen, en parte, nuestras decisiones. Sin embargo, se trata de un elemento presente en los mercados desde siempre. En una de esas historias célebres de la Bolsa, cuando en una mañana el limpia botas del financiero Joe Kennedy le preguntó sobre valores en bolsa, este decidió vender todas sus posiciones salvando gran parte de su patrimonio de los estragos que causaría poco después el Crack del 29.
A falta de indicadores de sentimiento, el olfato del progenitor de quien luego sería el célebre presidente de EE UU le sirvió para entender que la euforia en los mercados estaba en niveles máximos; hasta el punto de que hasta el limpiabotas hablaba de qué títulos comprar y vender. Leyendo entre líneas el clásico de Charles Mcckay, Delirios multitudianarios, se observan también algunas de las dinámicas típicas en la psicología inversora que poco o nada tienen que ver ni con los acontecimientos macro o los fundamentales de los activos y que, sin embargo, pueden ser el gran elemento que determine la valoración en un sentido u otro.
Estas oscilaciones en nuestro estado de ánimo son resultado de diversos factores. Por un lado, por cómo filtramos la realidad, cómo la procesamos y cómo la compartimentamos. El cerebro es un órgano asombroso pero con sus limitaciones: está programado para nuestra supervivencia, como ha documentado excepcionalmente el divulgador científico David Eagleman (El cerebro, Incógnito, ambos en Anagrama), siempre existe un gap entre la realidad y cómo nosotros la construimos en nuestra cabeza. Nuestra percepción no solo depende de lo que captamos a través de los sentidos, también de nuestras experiencias pasadas así como de múltiples sesgos y limitaciones que tiene nuestro cerebro incluso para aproximar fenómenos aparentemente simples. Buen ejemplo de esto último son los experimentos que documentó Hans Rosling en su libro Factfulness (Deusto), otro libro imprescindible para cualquier gestor. El cerebro es un órgano fascinante, pero hay que conocer cómo funciona para que este realmente sea un aliado en nuestra toma de decisiones.
Otro gran fuerza distorsionadora es la evolución de los propios precios: estos inducen a la euforia cuando suben, y al desánimo cuando caen, retroalimentando comportamientos de compra y venta siguiendo la misma tesis de la reflexividad que aplica Soros con los fundamentales (véase The Alchemy of Finance). Esta reflexividad (que se refleja en los comportamientos de manada), no es simétrica como sabemos por la Teoría Prospectiva, desarrollada por Daniel Kahneman y Amos Tversky en 1979 (“Prospect Theory: An Analysis of Decision under Risk”, Econometrica. 47 (2): 263–291), que además marca el hito moderno fundamental en el desarrollo académico en este ámbito. Kahneman y Tversky descubrieron mediante el desarrollo de diversos e ingeniosos experimentos empíricos cómo existía una fuerte asimetría entre la alegría que nos reporta una variación, digamos del +10% de un valor determinado, con respecto al dolor de la pérdida que supone una variación idéntica pero en sentido contrario. De ahí salen dos importantes ideas: el efecto dotación y la aversión a la pérdida.
Al margen de las especificidades concretas de la Teoría Prospectiva, y de otros tantos sesgos que a lo largo de los años otros economistas y psicólogos han demostrado de su existencia sistemática (que no quiere decir generalizada ni uniforme; la economía conductual sirve algo en la micro, nunca en la macro), lo relevante es entender que la aproximación al valor, imperfecta por definición (al ser siempre una estimación) no solo está limitada por nuestros límites epistemológicos, sino que también está condicionada por nuestras limitaciones cognitivas y emocionales que dificultan tanto esta aproximación al valor de las cosas como en las decisiones que tomamos en relación a estas y los precios que en cada momento nos fija Mr. Market.
En el corto y medio plazo la volatilidad de los mercados puede favorecer situaciones en donde el precio se separe mucho de lo que podemos acordar es (en un momento dado) su valor razonable. Es parte intrínseca del juego. Cada día miles de millones de inversores vuelcan sus análisis de la situación de los mercados y (como ahora sabemos) sus emociones que se acaban reflejando en los distintos niveles de precios. De ahí también su enorme volatilidad.
No ser conscientes de esta realidad ni de cómo nosotros tendemos a reaccionar ante estas fluctuaciones es una de las fórmulas más rápidas para perder dinero en bolsa: para comprar en momentos de euforia, y vender en momentos de pánico. Un buen inversor siempre ha de tener un toque contrarian en lo emocional: escéptico y prudente en las subidas, para asegurar estar bien invertido (con buen margen de seguridad), para luego estar tranquilo y confiando en las bajadas.
Típicamente analistas y estudiosos que aceptan este marco de análisis distinguen entre comportamiento racional e irracional. Confieso que me plantean dudas en el sentido que no permiten un buen encuadre del análisis al tratarse, básicamente, de un juicio de valor ex post por parte de un observador hacía las decisiones de un tercero. Pensémoslo un momento: ¿es irracional vender una acciones en las que perdemos un 30%, que no nos dejan dormir por la noche, nos hacen estar de mal humor en el trabajo y que no sabemos si mañana igual valen todavía menos? Igual lo irracional es no venderlas.
Esta valoración racional/irracional, siempre subjetiva, impide llegar al meollo del asunto y aspecto principal que quería abordar aprovechando esta tribuna. Ganar dinero en bolsa no es algo gratis, requiere de un esfuerzo. En este caso en dos grandes frentes: intelectual y emocional. En el plano intelectual, entendiendo qué compramos, cuál es la naturaleza del activo que tenemos en cartera, porqué este y no otro, a qué tipo de riesgos nos expone esta situación. Algo que suele exigir un mínimo de educación financiera y para lo que el esfuerzo personal por parte del inversor es insustituible. Volvamos al caso anterior: el problema no es pensar que tras un caída del 30% una venta pueda ser racional/irracional; el problema de fondo del inversor es no haber hecho los deberes ex ante y no conocer los riesgos que asumía, ni si estos eran adecuados a su tolerancia al riesgo (o “curva de sueño”). En el plano emocional, invertir exige un aprendizaje en conocernos bien, en saber cuáles son nuestras fortalezas y debilidades emocionales, para luego trazar un perfil de riesgo inversor realista e invertir de forma acorde.
Se trata de dos tareas eternamente perfectibles que exigen entrenamiento continuo y que si no tenemos bien trabajadas, cuando vengan las correcciones no tendremos ningún “salvavidas” al que agarrarnos quedando expuestos a las peligrosas corrientes del mercado.
Acabo recordando la experiencia del fondo Fidelity Magellan Fund de Peter Lynch (autor del clásico One Up On Wall Street), quizás el caso documentado más paradigmático de todo lo anterior. Lynch fue gestor de este fondo entre los años 1977 y 1990 cosechando una rentabilidad anual media del 29,2%, una de las más altas jamás registradas por un gestor en la historia de la Bolsa. Sin embargo, años más tarde el propio Lynch lamentaba que, debido a las sucesivas entradas y salidas de sus participes, tan sólo un parte menor de sus inversores habían ganado dinero en el fondo. Un caso claro que demuestra que no solo es importante acertar, sino que hay que hacerlo de forma consciente.
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