Dados unos niveles potenciales de “rentas energéticas” disponibles, el que su consumo se realice de manera eficiente es clave para el buen funcionamiento de los organismos, así como su ahorro fundamental para responder a situaciones de crisis y emergencia, que requieren de un consumo de energía inusual e instantáneo para poder superar situaciones de vida o muerte, como escapar de un depredador o un desastre natural, como el incendio de un bosque o la inundación de un valle.
Hubo un momento en el desarrollo biológico y psicológico del ser humano, o para ser más exactos de sus parientes más lejanos, en el que un conjunto de especies descendientes de antiguos homínidos consiguió, por evolución natural, romper con la barrera impuesta por los instintos animales y sus respuestas automáticas a los desafíos que presentaba el entorno natural en el que se veían forzados a sobrevivir.
El desarrollo de las primeras herramientas líticas ofreció a nuestros primitivos parientes una ventana de oportunidad y una promesa implícita, la de poder algún día aspirar a ocupar la cúspide de la cadena alimenticia y del reino animal. El uso y mejora de estas herramientas en la caza y la recolección de los alimentos produjo una explosión nutricional en el ser humano que acabó revolucionando su biología, su psicología y sus relaciones sociales, mediante un aumento del tamaño y complejidad del cerebro, de los grupos humanos y de sus interacciones sociales.
Claramente, si bien no se puede hablar de ahorro en el sentido moderno, el ser humano comenzó a acumular bienes tanto materiales como intelectuales, o dicho de otro modo, capital físico productivo y humano que se tradujeron en herramientas, ideas y formas de organización e interacción social que tendieron de forma irremediable a la creación de culturas cada vez más complejas, pero al mismo tiempo limitadas por una economía basada en la caza y la recolección, en la que el ahorro propiamente dicho, en forma sobre todo de alimentos, no era especialmente necesario y por lo tanto significativo, más allá de algunos objetos y materiales empleados de forma recurrente.
Con la revolución agrícola y ganadera de la época neolítica, se abre una nueva y si cabe aún más revolucionaria etapa en el desarrollo del ser humano. La agricultura, ese regalo envenenado que esclavizo a la mayor parte de la humanidad durante milenios, no obstante, sirvió como fuente y base para el desarrollo del mundo industrial en el que algunos seres humanos afortunados tienen la suerte de vivir y prosperar hoy en día. La agricultura, con su mayor productividad de alimentos por hectárea de tierra empleada, permitió que se desatara una autentica explosión demográfica que hizo posible la creación de aldeas, pueblos, ciudades, reinos e imperios y cuyo excedente productivo permitió el desarrollo de los grandes logros intelectuales de la humanidad en materias como la ciencia, la filosofía o las artes.
Claramente, el desarrollo de la economía agraria y la creciente complejidad de las sociedades humanas hicieron necesaria una reprogramación radical de los esquemas espaciales y temporales entretejidos en la mente del ser humano. A partir de ese momento, la renuncia a la gratificación instantánea propia del consumo, y la planificación a largo plazo, se hicieron imprescindibles para la supervivencia del ser humano. Había que elegir las mejores semillas, llevar a cabo la siembra, trabajar el campo y rezar para que la cosecha fuera exitosa, por no hablar de las dificultades propias de la cría del ganado. Suponiendo que la cosecha no se echara a perder o fuera robada por otros seres humanos, su éxito no suponía más que el primer paso hacia la supervivencia. Aquello que no era consumido por la necesidad de los humildes campesinos, o por la rapiña de las élites, debía ser preservado en la medida de lo posible, como red de seguridad para un futuro a menudo incierto y poco prometedor.
Bien es cierto que, al menos en una parte cada vez mayor del planeta, los males que aquejaban al ser humano en el pasado son sólo un mal recuerdo para aquellos que aún conservan la memoria de aquello que un día fue. Gracias al desarrollo económico experimentado en amplias zonas del mundo desde la época de las revoluciones científica e industrial, raro es el caso de sufrimiento extremo provocado por el hambre o por las enfermedades propiciadas por él.
En este sentido, el ahorro se ha trasformado, no sólo en una herramienta para la mera supervivencia biológica del hombre, sino en un medio para alcanzar la autonomía propia de las personas libres. Por supuesto, para una gran mayoría de la población, la pérdida de un empleo, una enfermedad grave o una edad avanzada impiden que puedan proveerse de las necesidades más básicas, por lo que la razón de ser original del ahorro se mantiene. Pero más allá de esa función elemental, el ahorro, transformado en riqueza gracias a un proceso continuo de acumulación, preservación y aumento, se convierte en la llave que abre las puertas del reino de la libertad económica. Ofrece autonomía y capacidad de elección, al mismo tiempo que libera de la opresión y la servidumbre propias de la pobreza.
Por supuesto, como cualquier bien valioso, la libertad económica exige un precio a pagar por ella. Ese precio es la necesidad de mantener el consumo por debajo de las rentas percibidas en concepto de salarios o rentas del capital. Exige una administración diligente y una vigilancia atenta, paciencia y algo de suerte, para que el trabajo bien hecho y la ausencia de catástrofes externas en forma de crisis económicas severas o guerras permitan su conservación y aumento paulatino a lo largo del tiempo.
Es una certeza matemática e incontestable que, dado un nivel mínimo de ahorro basado en aportaciones recurrentes (300-500€ al mes) y con tasas de retorno propias de una economía moderna bien organizada y en crecimiento (entre un 6-8% al año)1, el resultado final producirá beneficios en abundancia para aquellos que den o presten recursos a los agentes encargados directamente de la generación de riqueza en nuestras sociedades, que son las innumerables empresas que forman parte del tejido productivo de la economía.
La forma en la que se canalice esta inversión, a través de vehículos pasivos o delegando la gestión en manos de profesionales competentes, es en última instancia irrelevante, siempre y cuando se haga de forma inteligente y no esperando resultados mejores que los que la estrategia escogida pueda intrínsecamente ofrecer. El sentido común y las expectativas racionales son las dos primeras piedras que debe colocar el inversor inteligente en los cimientos del edificio intelectual que servirá de base para la futura toma de decisiones de inversión.
La suerte, como en cualquier empresa humana, ha jugado y jugará siempre un papel fundamental en el resultado final. Como diría Benjamin Graham, el fundador de la escuela de inversión en valor, el futuro nunca estará libre de riesgos e incertidumbres, en última instancia inseparables de las posibilidades de beneficio que ofrece la inversión, pero si utilizamos el pasado como guía, a pesar de todos los sobresaltos e imprevistos propios de un mundo en constante cambio, la utilización de principios de inversión sólidos producirá por lo general resultados sólidos. Actuemos en consecuencia y no dejemos pasar la oportunidad.
Notas:
1. Un cálculo aproximado demuestra que, tomando ambos extremos como puntos de partida, un proceso de ahorro e inversión mantenido durante 35 años con dichos parámetros nominales, producirá un patrimonio final (antes de impuestos) de entre 430.000€ y 1.150.000€.