Desde hace unos cuantos años está tomando una creciente importancia la Responsabilidad Social Corporativa (RSC) en las grandes empresas, especialmente en las cotizadas. No me voy a entretener debatiendo o proponiendo una definición para este fenómeno, que creo que se puede caracterizar como la versión empresarial de la corrección política. O sea, las grandes empresas asumen una serie de compromisos o finalidades, no relacionadas directamente con su actividad, para que se las considere «políticamente correctas», y dichos condicionantes de su actividad se recogen bajo el paraguas denominado como RSC.
De esta forma, el objetivo que tradicionalmente se asumía para una empresa, esto es, la maximización del valor para sus accionistas, se diluye, al tener que hacerse compatible con otros objetivos. Estos vienen impuestos por terceras partes, los stakeholders, que en principio no son propietarios de la empresa (al contrario que los shareholders, los accionistas). Obsérvese la sutil aproximación entre ambas denominaciones, al menos en inglés: stakeholders frente a shareholders. El lector poco avisado pensará que estamos hablando de figuras similares, cuando lo cierto es que hay una diferencia fundamental entre ellos: unos tienen la propiedad y, por tanto, sufrirán sus cambios de valor, y otros no.
La asunción implícita en este fenómeno es que el objetivo tradicional de la empresa (maximización del valor para el accionista) no beneficia suficientemente a la sociedad, incluso que se hace a costa de ella, por lo que el empresario debe asumir otra serie de objetivos para compensar y ser socialmente aceptado. Así, el objetivo de máximo beneficio tendrá que compatibilizarse con otro tipo de objetivos, como cero emisiones de CO2, paridad de sexos en los puestos de trabajo, discriminación positiva para determinadas minorías, y cosas por el estilo. Solo así el empresario cumple con la sociedad en cuyo ámbito se desenvuelve.
La teoría económica austriaca nos permite examinar tanto la asunción implícita en la RSC, como sus efectos en la sociedad. No es un análisis difícil, y tampoco soy el primero en hacerlo, por lo que seré breve.
En un mercado no intervenido, una empresa solo obtiene beneficios si sus clientes están dispuestos a pagar por el producto que ofrecen un precio mayor a la suma de los precios de factores de producción invertidos en su elaboración, incluido el tiempo. Para que ello ocurra es necesario que los clientes den un valor mayor al producto final del que dan a los factores por separado. De ello se deduce de forma directa que los clientes prefieren el producto final a los factores por separado, o sea, que los clientes están mejor con el producto final de lo que lo estaban con los factores. Por fin, extrapolando, la situación de la sociedad es mejor con la empresa produciendo este producto que sin ella, puesto que tanto los clientes como la empresa ganan con dicha actividad, y los no clientes se quedan igual.
Todo el párrafo anterior se puede resumir en una frase: en un mercado no intervenido, están completamente alineados los beneficios de la empresa y los beneficios de la sociedad. Cuanto más gana la empresa, más se beneficia la sociedad. Como el objetivo tradicional de la empresa es maximizar el valor para el accionista, y como esto requiere que maximice sus beneficios, se concluye que también están alineados completamente los intereses de los accionistas de la empresa con los de la sociedad en conjunto (siempre, en un mercado no intervenido).
En estas condiciones, ¿qué ocurre si la empresa se dedica a buscar otros objetivos que no son puramente el beneficio para el accionista? Evidentemente, su estructura productiva y organizativa dejará de ser óptima para la obtención de beneficios. Sus productos serán más caros (aunque sea solo marginalmente) o sus beneficios menores y, en esencia, ya no estará siendo tan eficiente ni para los accionistas ni para la sociedad en conjunto. Vemos, pues, que la introducción de estos objetivos espurios, por muy correctamente políticos que sean, termina perjudicando a la sociedad en general y a los accionistas de la empresa, sus propietarios, en particular.
Quien haya llegado hasta aquí con su lectura, quizá se esté preguntando entonces si son malos para la sociedad aspectos como la paridad de sexos en los cargos empresariales, el respeto por las minorías o la conservación del medio ambiente. Nadie puede negar que son objetivos que suenan muy bien: también suena fantástico que todos tengamos un chalet en la playa, y sin embargo la sociedad actual no se lo puede permitir.
En otras palabras, esos objetivos pueden ser deseables para muchas personas, pero no se debe olvidar algo que nunca olvida el análisis de teoría económica: los costes. A la gente le parece fenomenal que la mitad de una plantilla tenga que ser hombres y la otra mitad mujeres (y que me disculpen otros colectivos la simplificación en el tratamiento del género a efectos de este ejemplo). Pero, ¿cuánto están dispuestos a pagar de más por un producto con las garantías de que a lo largo de su cadena de producción se mantiene tal paridad?1
Esa es en esencia la cuestión: si de verdad la sociedad persigue estos objetivos, entonces estará dispuesta, estará dispuesto cada cliente, a arrostrar los sobrecostes que ese deseo supone. Y, de nuevo, se alinearán las metas de accionistas, empresas y clientes, ya que precisamente las empresas que mejor cumplan con esas demandas sociales, visualizadas en el precio superior que la gente está dispuesta a pagar, serán las que obtengan mayores beneficios.
En resumen, si la sociedad realmente quiere alguno de los objetivos «sociales» que exigen los stakeholders, los mismos se obtendrían sin necesidad de que existiera esta siniestra figura. Entretanto, parece claro que son únicamente los stakeholders los ganadores con la RSC a costa de accionistas, clientes y sociedad en general. A nadie le extrañe, pues, que sigan apareciendo stakeholders y creciendo el ámbito de la RSC.
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