La mayoría de los grandes proyectos de inversión llegan tarde y con sobrecostes; no acostumbran a cumplir con las expectativas creadas. Más del 70% de las fábricas nuevas de Norteamérica cierran en su primera década en activos. Alrededor de las tres cuartas partes de las fusiones y adquisiciones no son rentables. Y los esfuerzos de las empresas por acceder a nuevos mercados no salen mejor parados.
El elevado número de fracasos empresariales no se debe a decisiones racionales que han salido mal, sino que es consecuencia de una toma de decisiones errónea. Los directivos, cuando prevén los resultados de un proyecto de riesgo, caen con excesiva facilidad en “la falacia de la planificación”. Afectados por ella, toman decisiones basadas en un optimismo ilusorio. Sobrestiman los beneficios y subestiman los costes. Idean escenarios de éxito y pasan por alto el potencial de errores y cálculos fallidos.
El exceso de optimismo de los directivos puede atribuirse tanto a sesgos cognitivos como a presiones organizativas. Los directivos también son propensos a la ilusión de creer que tienen el control. De hecho, a menudo niegan el papel del azar en el resultado de sus planes, olvidando que todo proyecto empresarial complejo se expone a un sinnúmero de problemas y la imaginación humana es incapaz de preverlos todos desde el principio.