«Capacidad de padecer o soportar algo sin alterarse», así define el diccionario de la Academia de la Lengua Española el término «paciencia», esa que en estos tiempos empieza a ser una cualidad humana escasa, y no sin motivos. Ahondar sobre este término puede que nos dé alguna interesante pauta sobre nuestro comportamiento.
Basta una mirada superficial a nuestra ya no tan nueva forma de vida (mundo analógico que comparte espacio con un creciente mundo online al que cada vez más vamos traspasando nuestras acciones) para darnos cuenta de que los tiempos que corren son anti-paciencia. Lo que hace años podía ser una simple percepción, ahora ya es un hecho más que constatado: todo cada vez va más rápido. Ni el tiempo ni el espacio (que con los espacios virtuales ha adquirido una nueva dimensión) son lo que eran hace unos años.
Lo cierto es que, cada vez más, queremos muchas cosas, y las queremos más rápido. Y nos pasa con todo: queremos recibir nuestro pedido más rápido (hace poco un par de días nos bastaba, ahora el día siguiente es la realidad… y, ocasionalmente, incluso el mismo día) y con todas las facilidades del mundo para satisfacer nuestra ansia cuanto antes: si el vendedor no llega lo suficientemente rápido se nos brinda la oportunidad de ir a recogerlo a un punto cercano, que nos obliga a desplazarnos, sí, pero que adelanta unas cuantas horas nuestro afán de consumo.
El mundo online también es capaz de proporcionarnos satisfacciones casi en tiempo real: puedo comprar un libro y en el acto empezar a leerlo en mi dispositivo o comprar un videojuego o una aplicación que necesite para casi cualquier cosa. Y todo, en el momento.
Así satisfacemos «nuestros» deseos en pocas horas, minutos, segundos… El tuyo, de comprar. El mío, de venderte… cada vez más. Cada vez más rápido. Es la droga del siglo veintiuno y los comerciantes (los que se subieron al tren tecnológico y conocen nuestro perfil con un detalle mayor incluso del que nosotros tenemos de nosotros mismos) lo saben. Nos quieren impacientes. Quieren un deseo satisfecho en horas porque eso significa que el siguiente deseo insatisfecho ya estará fraguándose. Y esa impaciencia termina por contagiar la conducta: ¿cómo convencer a un niño para que dedique tiempo a leer un libro si una consola le produce un «chute» de emoción casi instantáneo sin tener que esperar a componer un escenario, presentar unos personajes y, al fin y al cabo, sin recorrer muchas páginas con la vista? Demasiado tiempo. Mejor, el crío se echa una partidita… Adrenalina inmediata, sensaciones en streaming.
Nos hemos convertido en impacientes. Somos víctimas de la cultura de la «inmidiotez» (el término es mío). Queremos mucho, cada vez más, y lo queremos ya. El comportamiento financiero también se ve afectado por este mal y cada vez se vende más y mejor el uso del trading o las criptodivisas como atajos al enriquecimiento rápido. ¿Para qué hacer un plan y mantenerlo en el tiempo?… Mucho más fácil el beneficio rápido, la emoción, el riesgo… Desde luego, suena mucho más apetecible. Pero luego está la realidad: la mayoría de la gente sale escaldada del mercado financiero por haber intentado un «pelotazo». Y después del fracaso tampoco se habrán parado a reflexionar sobre qué han hecho mal. Simplemente, quedará esa conclusión de que invertir «es muy arriesgado».
La buena noticia es que siendo conscientes de esto se puede poner orden en algunas cosas: combatir el impulso comprador, priorizarlo (¿qué es lo que realmente me gusta?, ¿mis mejores recuerdos son de cosas materiales o son de experiencias?). Y seamos coherentes: una buena experiencia… ¿también deseamos que termine rápido?
Menos cosas. Más experiencias.
Un buen plan a largo plazo permite disfrutar experiencias por el camino. Porque disfrutar el día (con experiencias, no hacen falta demasiadas cosas) no está reñido con tener un plan a largo plazo. Y en cuanto al comportamiento financiero, puede gestionarse de la misma manera: un plan para un gran viaje, para crear un patrimonio que nos permita disfrutar de todo el camino hasta el final.