Como es bien sabido, en las Bolsas (o mercados secundarios de valores) se intercambia un determinado tipo de bienes: las acciones. Una acción es un título que representa una parte alícuota del capital de una empresa, de forma que los accionistas o tenedores de acciones son, en realidad, los propietarios de la empresa en cuestión. La alternativa a un sistema accionarial sería mucho más compleja: la distribución nominal de cada uno de los activos entre los accionistas. En fin, mucho más complejo, pero no inverosímil. De hecho, intuyo que en los orígenes de las empresas, los bienes utilizados se mantienen propiedad de cada socio hasta que se va formalizando la figura.
Sin embargo, tal asignación presenta indudables dificultades, análogas a las que pueda tener el sistema de intercambio directo. De la misma forma que estas hacen aconsejable la aparición de un activo universalmente aceptado como dinero, se puede generalizar la instrumentación de la propiedad de empresas mediante el uso de acciones.
Las acciones se pueden intercambiar como cualquier otro bien. Sin embargo, las acciones de una misma empresa son bienes bastante homogéneos; a su vez, en empresas de un cierto tamaño, su número puede ser lo suficientemente grande como para dar lugar a una gran cantidad de accionistas dispuestos a intercambiar los títulos. Es tal vez por ello que surgieron y se generalizaron las Bolsas, como mercados organizados para el intercambio de acciones.
La importancia de las Bolsas en las sociedades desarrolladas no se puede despreciar. Por un lado, dota de liquidez a los títulos de propiedad, de forma que cada emprendedor puede con mucha facilidad salir y entrar al sector que considere atractivo, sin necesidad de enfangarse en peligrosas y arriesgadas inversiones hundidas. Las Bolsas permiten a cualquier persona invertir en el sector económico que represente el futuro para él, sin requerirle conocimientos técnicos o compromisos duraderos. Las Bolsas, por tanto, disminuyen considerablemente los riesgos de la inversión, haciendo ésta más atractiva para cualquier individuo. Ello a su vez repercute, ceteris paribus, en un aumento de la demanda de inversión y en una rebaja en su coste para las oferentes de inversión[1], lo que a su vez facilita el desarrollo de nuevos proyectos.
Como todo intercambio libre, la compraventa de acciones solo se produce si ambas partes valoran más lo que reciben que lo que entregan. Si los individuos estiman que una empresa está infravalorada, tenderán a comprar sus acciones para hacerse con la diferencia de valor, lo que hará subir el precio de la acción. Pero el que una empresa esté infravalorada significa que la gente piensa que su actividad va a ganar valor, esto es, va a ser demandada con más urgencia sobre otras. Si esto es así, lo lógico es que fluyan recursos a esa empresa con más prioridad que a otras. Por tanto, la subida de precios de las acciones de una empresa transmite el mensaje de que deben dirigirse más recursos a esa actividad.
Pero las acciones no dejan de ser un reflejo de los activos de la sociedad. En la medida en que suba (o baje) el precio de la acción varía el valor de la empresa, que necesariamente se ha de reflejar en el valor de los activos que la constituyen. Por tanto, la Bolsa también consigue que los activos empresariales actualicen su valor con más rapidez y precisión que si lo hicieran a través de los mercados de los factores.
Esta revalorización de los activos encomendados a su gestión debería permitir a los gerentes del proyecto la obtención de recursos adicionales para el mismo, puesto que se muestran capaces de anticipar las necesidades de los individuos. Así se consuma la función «social» de las Bolsas: los precios de las acciones actúan como señal de la actividad a la que hay que dotar de recursos para atender las demandas de los individuos.
Por tanto, un papel fundamental de los mercados bursátiles es el de discriminar sectores y empresas alineados con las preferencias presentes y futuras de la gente, de aquellas que no lo están. Si las Bolsas no son capaces de llevar esta señal de los ahorradores a los emprendedores, y viceversa, se pone en riesgo la afluencia de los recursos a los sitios donde son más valorados. En suma, nuestra sociedad necesita que las Bolsas funcionen y que lo hagan bien.
En este contexto, ¿qué sentido tienen subidas y bajadas generalizadas de los valores, como parece venir ocurriendo con especial virulencia desde la crisis de 2007? ¿Qué efectos pueden tener sobre el funcionamiento de las Bolsas en el medio plazo?
Y es que, desde el comienzo de la crisis, las Bolsas parecen haber perdido su capacidad de discriminar. Todos los sectores y empresas suben y bajan simultáneamente ante los acontecimientos que se suceden. Y, sin embargo, si se reflexiona sobre ello lo normal sería que las expectativas sobre cada sector y empresa fueran distintas, y no similares. Lo normal es que en cada sesión bursátil unas empresas bajaran y otras subieran, no que todas se movieran en el mismo sentido.
Por ser más preciso, en un mercado libre, es posible imaginar acontecimientos que podrían afectar en el mismo sentido a todos los valores y sectores cotizados. Por ejemplo, el terremoto de Japón posiblemente redujera el valor de todas las empresas japonesas. Pero son claramente acontecimientos excepcionales.
En cambio, si el mercado está intervenido mediante un monopolio legal de emisión fiduciaria, las probabilidades de que el emisor no se discipline y se genere un ciclo económico según la teoría económica austriaca son muy elevadas. Si se produce, entonces sí tiene sentido una subida o una reducción generalizada del precio de las acciones, en las respectivas fases expansivas y recesivas del ciclo. En la expansión de la burbuja la gente piensa que todos los sectores económicos tienen un gran futuro; cuando explota, la gente no discrimina tampoco, y como hay «crisis» a todas las empresas les va a ir mal.
Así pues, se puede atribuir una variación generalizada de los valores bursátiles a lo que eufemísticamente se llama «política monetaria». Lo que pasa, por tanto, es que en la fase expansiva la inyección de nuevo dinero es en parte dirigida a las Bolsas (¿qué mejor sitio para que el primer receptor del dinero invierta?) y por eso suben todos los títulos; en la fase recesiva, y al cesar el flujo de dinero, se tiene que corregir el precio excesivo para ajustarlo al valor que tenían los títulos, valor que lógicamente no varió como consecuencia de la inyección de dinero.
En estas condiciones, se dificulta enormemente la misión social de las Bolsas. La mayor parte de los inversores no están pendientes de si un sector o una empresa tiene futuro. Lo que más les preocupa es en qué momento se inyectará más dinero al sistema. Lo que antes era un «ruido» en el comportamiento de cada valor (la intervención del gobierno), ahora parece corromper completamente la señal, hasta el punto de que los desempeños concretos de cada empresa apenas afectan al valor bursátil. En otras palabras, da igual lo que haga la empresa, su valor bursátil está más afectado por lo que los economistas llaman variables macroeconómicas.
Así las cosas, ¿dónde están los incentivos para que las empresas cotizadas mejoren su desempeño? La Bolsa no va a recoger sus iniciativas. O, si lo hacen, quedarán completamente ocultas tras los efectos de la última decisión de los bancos centrales. Y, desde la perspectiva de los inversores, ¿merece la pena hacer el esfuerzo que exige discriminar entre empresas? Si esta situación prosigue en el tiempo y las variaciones en Bolsa se deben a los bandazos imprevisibles de los gobiernos, ¿tendrá sentido aplicar el value investing? Más aún, si los valores de los títulos dependen solo de dichas voluntades políticas, como digo imprevisibles, ¿qué inversor se atreverá a invertir en Bolsa, a menos que tenga información privilegiada sobre lo que va a hacer el político?
[1] Por demandantes de inversión estoy entendiendo individuos con fondos a la búsqueda de oportunidades de inversión. Por oferentes de inversión, aquellos con proyectos para los que necesitan financiación.