La belleza de la inversión en valor radica en su lógica simplicidad. Se basa en dos principios: cuánto vale una empresa –el valor intrínseco-; y a qué precio la compro respecto de ese valor –el margen de seguridad-. El valor intrínseco es el precio que se pagaría por un negocio si un propietario informado vendiese su empresa a un comprador informado en una transacción de plena competencia. Si una acción se vende en el mercado por debajo de su valor intrínseco, lo natural es que acabe siendo reconocida por el mercado y su precio alcance finalmente un nivel más ajustado al verdadero valor de la empresa.
Invertir en valor es comprar acciones con un precio bajo en relación a los beneficios de la compañía –PER bajo-; respecto del valor de sus activos; y respecto de su rentabilidad sobre el capital empleado –ROCE alto-. Conviene evitar: negocios con exceso de deuda; negocios que no comprendemos; y negocios con peligro de obsolescencia. Y conviene buscar: empresas con un balance saneado, de negocio comprensible, con fosos o ventajas competitivas perdurables y con productos de necesidad continuada.
Ahora, si la inversión en valor funciona a largo plazo, ¿por qué tan pocos gestores e inversores la realizan? Es así porque, no siendo necesaria una extraordinaria inteligencia, sí resultan imprescindibles unas condiciones especiales e infrecuentes de carácter como el temple, la firmeza y la paciencia.
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