En este tiempo acelerado, este libro es un elogio necesario de la atención y la lentitud. A la edad de treinta y cuatro años, durante un breve viaje a Europa, un misterioso patógeno vírico o bacteriano se cebó con la autora, provocándole graves síntomas neurológicos y una parálisis casi total. “Yo creía que era indestructible”, dice ella misma, “pero no lo era”.
Una noche colocó algunas flores mustias en el platillo que había debajo de una maceta de violetas. Un caracol bajó por la parte exterior de la maceta, y empezó a comerse una de las flores. Uno de los pétalos empezó a desaparecer a un ritmo apenas perceptible. Escuchó atentamente. Podía oírlo comer. El minúsculo e íntimo sonido que hacía el caracol mientras comía le proporcionó una nítida sensación de compañía y espacio compartido.
Durante su larga enfermedad, observar a a una criatura vivir su vida le dio también a la autora, como observadora, un propósito. Para el caracol su vida era importante y a ella le importaba el caracol; eso significaba que algo de lo que había en su vida importaba, y esa idea le ayudó a seguir adelante. El caracol, con su carácter solitario y su paso lento por la naturaleza, le había enseñado, había sido su mentor: su diminuta existencia había sido su sustento. “Siempre hay algo bello que hacer, independientemente de la velocidad a la que lo haga”, se dice finalmente la autora, “debo recordar al caracol. Acuérdate siempre del caracol”.