Cuando invertimos, la toma de decisiones, por acción o por omisión, es constante, y se realiza siempre bajo presión. El ruido es continuo, los flujos de información y opinión son incesantes, el entorno en apariencia cambia a cada instante y las subidas y bajadas del mercado no terminan nunca. La certeza absoluta no existe. La incertidumbre es el elemento donde nos movemos. Y tomar decisiones en un ambiente así siempre es difícil.
Pero ocurre que, además, nosotros mismos somos mucho más influenciables de lo que creemos, tenemos una capacidad limitada para asimilar información, nuestro análisis racional de la realidad está siempre afectado por nuestras emociones y partimos genéticamente determinados por unos sesgos perceptivos que nos conducen al error con frecuencia.
Nuestra única respuesta válida como inversores es configurar un plan propio, personal y consistente, fruto de la experiencia y la reflexión, que nos permita sobrevivir con bien. Para elaborarlo, asumida la doble limitación del entorno y de nuestra propia naturaleza, la primera tarea es conocer profundamente la realidad, la historia, los vaivenes del mercado y la verdad de las empresas. Y la segunda tarea es conocernos a nosotros mismos, identificar nuestras limitaciones y debilidades y tratar de vencerlas en lo posible, hasta integrar lentamente en nuestra personalidad el autocontrol, la paciencia, la perseverancia y la disciplina.
Con un plan propio definido, podremos evitar el ruido, trabajar con una cierta serenidad y concentrarnos en lo único significativo: el análisis en profundidad de los negocios y el horizonte de inversión a largo plazo. Así descubriremos definitivamente que, en este ámbito de la inversión, como en todo lo demás, el conocimiento es el mejor antídoto contra el miedo.