El otro día pensaba que resulta muy curioso que, en los años que llevo escribiendo esta columna, y sobre todo cuando he tratado la temática de mercado, nunca se me hubiera ocurrido mezclar mis dos principales aficiones en un solo artículo: la economía y el vino. Por eso durante la pasada semana, pensando en temáticas para este artículo, se me ocurrió dedicarle un monográfico al mercado del vino, sobre el cual actúan multitud de factores y que es de una complejidad muy superior a la que muchos lectores pudieran imaginar. ¡Así que, espero que descorchen una buena botella y disfruten de esta columna!
El mercado del vino es un mercado dinámico y globalizado al extremo que abarca múltiples dimensiones, desde la producción agrícola hasta la distribución y comercialización a nivel internacional, formando complejísimas cadenas de valor sobre las que intervienen centenares de actores diferentes. Además, estas cadenas de valor han sido continuamente cambiantes, influenciadas por la tradición histórica, los avances tecnológicos, los cambios socioeconómicos que afectan a los patrones de demanda y una variante interconexión entre mercados, muchas veces afectada por las múltiples regulaciones estatales.
Aunque es un mercado que sigo bastante de cerca desde hace algunos años por mi afición a la enología, no fue hasta la lectura del libro Wine Economics (2020) del economista y sommelier Stefano Castriota, cuando fui plenamente consciente de la relevancia de la ciencia económica para explicar las dinámicas de precios del vino, la regulación del sector y las tendencias que marcarán su evolución. Además, lo más sorprendente es el hecho de que, aunque estas dinámicas se hallen en permanente evolución, durante la historia siempre han afectado de una manera u otra al mercado del vino.
No hace falta decir que, aunque la producción y consumo de vino han sido históricamente fundamentales en diversas civilizaciones y han desempeñado un papel clave en la cultura, la economía y la gastronomía (que incluye a las dos anteriores), en el siglo XXI el mercado del vino enfrenta desafíos como nunca antes. Los principales retos por el lado de la producción serán cosas como los constantes cambios en las condiciones climáticas, los vaivenes en las condiciones de comercio internacional o las regulaciones a nivel nacional, que están obligando a los productores a adaptarse a unas nuevas condiciones de mercado que estrechan aún más unos márgenes de beneficio ya de por si exiguos, poniendo en riesgo toda la industria del vino.
Pero no todo son sombras. Paralelamente, a lo largo de la última década se ha observado una creciente sofisticación de los más asiduos consumidores de vino (intercambiando cantidad por calidad, con el aumento en el precio medio de consumo) y un desarrollo del comercio electrónico que ha permitido a las más pequeñas distribuidoras hacerse un hueco en el mercado y competir con las grandes en segmentos especializados (¡díganmelo a mí, que uno de mis nuevos vinos favoritos es un vino croata, Kaamen II, de Vinas Mora, actualmente agotado en prácticamente todas las principales distribuidoras de España!).
Pero, ¿tanto han cambiado la producción, el consumo y la distribución en el mercado del vino en los últimos años para que donde antes no encontrábamos ni un vinho verde portugués ahora tengamos acceso a vinos de cualquier país del mundo?
La naturaleza es la que es, y la producción de vino a nivel mundial sigue estando altamente concentrada en determinados países con las condiciones climáticas más propicias para el cultivo de la vid. En lo que a producción por volumen se refiere, Europa sigue liderando, con Francia, Italia y España a la cabeza, aunque en los últimos años se ha incrementado notablemente la producción en países que durante el siglo XX venían desarrollando cierta tradición vinícola, como son Estados Unidos, Argentina, Chile, Sudáfrica o Australia, por nombrar algunos. Además, han surgido nuevos actores que están haciendo las cosas muy bien en el mercado del vino, como la ya mencionada Croacia o Ucrania, Montenegro, México, etc., solo por nombrar algunos.
Pero, como es bien sabido, la producción vinícola no depende solo de la ubicación geográfica, sino también de la interacción de factores ambientales, tecnológicos, de gestión, etc. Las temperaturas, la altitud y la composición del suelo son algunos factores que influyen directamente en la calidad del vino, y muchas veces son cambiantes dentro de un mismo país. Por poner un ejemplo de carácter nacional, la albariza de Jerez y los suelos volcánicos de La Palma confieren características muy diferentes a los vinos que se producen en cada región.
Pero aunque la naturaleza siga siendo el factor predominante a la hora de determinar las dinámicas de producción del vino, el desarrollo tecnológico ha permitido aprender cada vez más de ella y adaptar la producción con mucha mayor facilidad. Por poner un ejemplo, muchas bodegas de gran tamaño utilizan hoy en día drones y sensores inteligentes para monitorear constantemente la salud de los viñedos y sus necesidades hídricas, así como en bodega se emplean con mayor frecuencia protocolos automatizados de fermentación controlada (independientemente de lo que yo opine de esto) para estabilizar los vinos y garantizar una mayor «consistencia» del vino, principalmente en bodegas de carácter industrial.
La regulación sigue siendo un factor determinante en lo que respecta a la producción y consumo de vino. Sin ir más lejos, en la Unión Europea se imponen restricciones a la plantación de viñedos para evitar sobreproducción y regular así de manera «forzada» los precios de la uva. Por otro lado, en países como EE.UU. y Australia las regulaciones son mucho más flexibles, lo que ha ayudado a una ampliación mucho más rápida del sector en los últimos años. Aquí también entrarían en juego elementos como las denominaciones de origen en los países, con sus pros y sus contras, pero es un tema tan extenso y específico que le podríamos dedicar un artículo aparte.
La demanda o consumo de vino, como he señalado, ha experimentado cambios significativos en las últimas décadas, con una disminución de demanda por parte de los mercados tradicionales europeos y un incremento de la exportación a mercados emergentes como China, India o Brasil. Esta transformación no responde solamente a factores económicos como un incremento de la renta disponible per cápita en estos países, sino a transformaciones culturales y sociales, con una tendencia en algunos países emergentes por parte de las clases más pudientes a un mayor consumo de vinos de calidad superior, con consumidores dispuestos a pagar más por etiquetas de renombre.
Aunque una columna se quede corta para tratar este tema (y es que necesitaríamos casi un libro entero para poder explicar mínimamente bien el funcionamiento del mercado del vino y sus múltiples aristas), es claro que este mercado sigue evolucionando en un entorno de constante cambio. La combinación de tradición e innovación serán claves para enfrentar los desafíos descritos y aprovechar las oportunidades que surgen, sobre todo desde los países emergentes. Más allá de las tendencias de consumo y producción, la regulación, la digitalización y el enfoque de la sostenibilidad están ya desempeñando un papel fundamental en la configuración del futuro de la industria vinícola. En este sentido, las bodegas, distribuidoras, tiendas especializadas, etc., deberán continuar adaptándose a las nuevas tendencias para mantenerse competitivos en un mercado cada vez más exigente y diversificado.
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