La meditación nos concentra, nos devuelve a casa, nos enseña a convivir con nuestro ser más íntimo. Esto es, en esencia, lo que enseña la meditación: a sumergirnos plenamente en lo que estamos haciendo. “Cuando como, como; cuando duermo, duermo”, dice el zen.
La meditación es una disciplina para erradicar el miedo y acrecentar la confianza. Uno se sienta y ¿qué hace? Confía. La meditación es una práctica de la espera. Pero ¿qué se espera realmente? Nada y todo. Por ser no utilitaria o gratuita, esa espera o confianza se convierte en algo genuinamente espiritual.
Cuanto más se medita, mayor es la capacidad de percepción y más fina la sensibilidad. Se deja de vivir embotado, que es como suelen transcurrir nuestros días. La mirada se limpia y se comienza a ver el verdadero color de las cosas. La meditación nos enseña a apreciar lo ordinario, lo elemental, a vivir desde la ética de la atención y del cuidado. Y al final, descubrimos que la pura atención es transformadora; como dijo Simone Weil, no hay arma más eficaz que la atención.
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