Para hacer cualquier cosa que valga la pena, hay que ser capaz de prestar atención a las cosas que importan. No es tarea fácil, no lo ha sido nunca, pero de un tiempo a esta parte se ha vuelto aún más complicado, por nuevas e insospechadas razones. Mientras mirábamos hacia otra parte, una amenaza de última generación para la libertad del ser humano se ha materializado ante nuestros ojos.
A principios del siglo XXI, las tecnologías de la información y la comunicación han revolucionado la vida del ser humano. Las experiencias que atesoramos a cada momento, nuestras interacciones sociales, el cariz de nuestros pensamientos y nuestros hábitos cotidianos se configuran hoy, en gran medida, a partir del funcionamiento de estos ingenios. Acaba de emerger a nuestros pies una gigantesca estructura de persuasión industrializada que compite por captar y explotar nuestra atención, y necesitamos explicarnos las múltiples formas en que amenaza el buen desarrollo de nuestra vida personal y social.
Creemos que estos inventos fabulosos están de nuestra parte, pero la realidad es que nos hacen sombra, como le sucedió a Diógenes con Alejandro: nos tapan una luz muy particular, una luz tan preciosa y fundamental para nuestro desarrollo que, sin ella, de poco nos servirá cualquier supuesto beneficio que nos reporten. Es la luz de nuestra atención.