Jugarse la piel es algo relacionado, ante todo, con la justicia, el honor y el sacrificio, valores inherentes a la existencia del ser humano. El contacto con el mundo real tiene lugar cuando uno se juega la piel, cuando nos exponemos enteramente al mundo y pagamos un precio por las consecuencias de nuestros actos buenos y malos. Si no nos jugamos la piel, no hay evolución. Necesitamos personas que asuman riesgos porque el coraje, el valor, el hecho de asumir riesgos, es nuestra virtud más alta.
Los humanos somos animales prácticos, locales y sensibles a la escala. Lo pequeño no es igual a lo grande; lo tangible no es lo abstracto; lo emocional no es lo lógico. Y el paso del tiempo, que es desorden, volatilidad y cambio, es en última instancia el único juez eficaz de las cosas. Lo que ha sobrevivido al paso del tiempo –un hombre, un libro, una empresa- nos insinúa que goza de cierta antifragilidad frente a los estragos de la vida. Alfonso X el Sabio, que conocía el valor del tiempo como juez definitivo, tenía esta máxima: “Quema troncos viejos. Bebe vino añejo. Lee viejos libros. Conserva a los viejos amigos”.
Una persona honesta y valiente que se juega la piel no vive del juicio de sus iguales, sino de las consecuencias de sus actos. Un hombre de negocios, en tanto individuo que asume riesgos y se juega la piel, no está sometido al juicio de otros hombres de negocios, sino al de su cuenta de resultados. Las cosas funcionan cuando quienes las producen asumen riesgos, y cuando ese trabajo pasa a las generaciones siguientes. La conclusión es sencilla: nada vale la pena sin jugarse la piel.
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