En este libro maduro y delicado, Natalia Ginzburg nos habla de los seres, los paisajes y las cosas que configuran la intimidad de su vida.
En el centro de nuestra vida está el problema de nuestras relaciones humanas. Aunque sepamos demasiado bien cómo se desarrolla la larga cadena de las relaciones humanas, debemos tener la experiencia real de su larga parábola necesaria, y debemos recorrer paso a paso el largo camino necesario hasta llegar a tener un poco de misericordia. Por lo que respecta a la educación de los hijos, Natalia Ginzburg considera que no hay que enseñarle las pequeñas virtudes, sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo del éxito, sino el deseo de ser y de saber. Hoy que el diálogo entre padres e hijos se ha hecho posible, aunque difícil, es preciso que nos revelemos en este diálogo tal cual somos: imperfectos, confiados en que ellos, nuestros hijos, no se nos parezcan, que sean más fuertes y mejores que nosotros. Por ese motivo, lo que debemos realmente apreciar en la educación es que a nuestros hijos no le falte nunca el amor a la vida. Puede adoptar diversas formas, y a veces, al niño desganado, solitario y huraño no le falta el amor a la vida, ni está oprimido por el miedo a vivir, sino que se encuentra, simplemente, en situación de espera, entregado a prepararse a sí mismo para la propia vocación. ¿Y qué es la vocación de un ser humano, sino la más alta expresión de su amor a la vida? Nosotros debemos esperar, a su lado, a que su vocación despierte y tome cuerpo. A su lado, pero en silencio y un poco apartados, debemos esperar el despertar de su espíritu. Porque la única verdadera salud y riqueza del hombre es una vocación.
Si nosotros mismos tenemos una vocación, si no la hemos traicionado, si a través de los años hemos seguido amándola, sirviéndola con pasión, entonces podemos dejar germinar a nuestros hijos tranquilamente fuera de nosotros, rodeados de la sombra y el espacio que requiere el brote de una vocación, el brote de un ser. Esta es, quizá, la única posibilidad que tenemos de resultarles de alguna ayuda en la búsqueda de una vocación, tener nosotros mismos una vocación, conocerla, amarla y servirla con pasión, porque el amor a la vida genera amor a la vida.
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