El mercado
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El alegato contra la economía de mercado

Las objeciones que presentan las diversas escuelas contra la economía de mercado se basan en una muy mala economía. Repiten una y otra vez todos los errores que los economistas rebatieron hace tiempo

(Nuestros amigos del Instituto Mises para hispanos nos han cedido amablemente el siguiente artículo que tradujeron desde el inglés para su web con el título de “El alegato contra la economía de mercado”. El texto está extraído del capítulo 31 de La acción humanael famoso tratado de economía de Ludwig von Mises).

 

Las objeciones que presentan las diversas escuelas de Sozialpolitik contra la economía de mercado se basan en una muy mala economía. Repiten una y otra vez todos los errores que los economistas rebatieron hace tiempo. Echan la culpa a la economía de mercado por las consecuencias de las mismas políticas anticapitalistas que ellos mismos defendieron como reformas necesarias y benéficas. Atribuyen a la economía de mercado la responsabilidad por el inevitable fracaso y frustración del intervencionismo.

Estos propagandistas deben admitir finalmente que la economía de mercado no es después de todo tan mala como la pintan sus doctrina “no ortodoxas”. Distribuye bienes. Día a día, aumenta la cantidad y mejora la calidad de los productos. Ha producido una riqueza sin precedentes. Pero, objeta el defensor de intervencionismo, es deficiente desde lo que llama el punto de vista social. No ha acabado con la pobreza y la indigencia. Es un sistema que concede privilegios a una minoría, un clase superior de gente rica, a costa de la inmensa mayoría. Es un sistema injusto. El principio del bienestar debe sustituir al de los beneficios.

Pongamos por caso que podamos tratar de interpretar el concepto del bienestar de una forma que fuera probable su aceptación por la inmensa mayoría de gente no ascética. Cuanto más éxito tengamos en ello, más privamos a la idea del bienestar de cualquier significado y contenido concreto. Se convierte en un parafraseo insulso de la categoría fundamental de la acción humana, es decir, la necesidad de remover la incomodidad en la medida de lo posible. Como se reconoce universalmente que este objetivo puede obtenerse más fácilmente, incluso exclusivamente, por medio de la división social del trabajo, los hombres cooperan dentro del marco de los límites de la sociedad. El hombre social, a diferencia del hombre autárquico, debe modificar necesariamente su indiferencia biológica original por el bienestar de la gente más allá de su propia familia. Debe ajustar su conducta a los requisitos de la cooperación social y buscar el éxito de sus congéneres como una condición propia indispensable. Desde este punto de vista, uno puede describir el objetivo de la cooperación social como la obtención de la máxima felicidad para el máximo número. Casi nadie se atrevería a objetar contra esta definición del estado de cosas más deseable y responder que no sea bueno ver a tanta gente como sea posible tan feliz como sea posible. Todos los ataques dirigidos contra la fórmula de Bentham se han centrado en torno a las ambigüedades o incomprensiones referidas a la idea de felicidad: no han afectado al postulado de que el bien, sea cual sea, debería distribuirse al máximo número.

Sin embargo, si interpretamos así el bienestar, el concepto deja de tener sentido. Puede invocarse para la justificación de cualquier variedad de organización  social. Es un hecho que algunos de los defensores de la esclavitud negra alegaban que la esclavitud era el mejor medio para hacer felices a los negros y que hoy en el Sur muchos blancos creen sinceramente que la segregación racial no es menos beneficiosa para el hombre de color de lo que lo es supuestamente para el hombre blanco. La principal tesis del racismo de Gobineau y la variedad nazi es que la hegemonía de las razas superiores es saludable para los verdaderos intereses incluso de las razas inferiores. Un principio que es lo suficientemente amplio como para abarcar todas las doctrinas, por muy en conflicto que estén entre sí, no vale para nada.

Pero en boca de sus propagandistas, la idea del bienestar tiene un significado concreto. Utilizan intencionadamente un término cuya connotación generalmente aceptada impide cualquier oposición. A ningún hombre decente le gusta ser tan imprudente como para poner objeciones contra la obtención del bienestar. Al arrogarse el derecho exclusivo a llamar a su propio programa el programa del bienestar, los propagandistas de éste quieren triunfar por medio de un truco lógico simple. Quieren que sus ideas estén a salvo de las críticas al atribuirles una apelación a lo que gusta a todos. Su terminología ya implica que todos sus opositores son canallas con malas intenciones ansiosos por promover sus propios intereses en perjuicio de la mayoría de la gente buena.

El problema de la civilización occidental consiste precisamente en el hecho de que gente seria pueda recurrir a esos artificios silogísticos sin encontrar una dura reprimenda. Hay solo dos explicaciones posibles. O bien estos supuestos economistas del bienestar no son conscientes de la inadmisibilidad lógica de su procedimiento, en cuyo caso les falta el poder indispensable de razonar, o han elegido este modo de argumentar a propósito para esconder sus falacias bajo un palabra que pretende por anticipado desarmar a todos sus opositores. En ambos casos sus propios actos los condenan.

No hay necesidad de añadir nada a las disquisiciones de los capítulos anteriores respecto de los efectos de todas las variedades de intervencionismo. Los pesados tomos de la economía del bienestar no han aportado ningún argumento que pudiera invalidar nuestras conclusiones. La única tarea que queda es examinar la parte crítica de la obra de los propagandistas del bienestar, su acusación a la economía de mercado.

Toda esta palabrería apasionada de la escuela del bienestar acaba reduciéndose a tres puntos. El capitalismo es malo, dicen, porque hay pobreza, desigualdad de rentas y riqueza e inseguridad.

Photo by Jezael Melgoza on Unsplash

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